La primera vez que la vi, yo estaba volviendo tarde de mi trabajo. En la esquina de mi casa estaba aquella señora de unos 60 años. Parecía una desquiciada de mirada incierta parloteando a viva voz. De lejos, no distinguía sus palabras. De cerca, daba lástima verla con sus ojos airados lanzando palabras insolentes e impublicables, que herían cualquier oído, menos los de algunos transeúntes que hacían una pausa en su camino para reírse. Ella parecía dirigirse a algún ser invisible que, gracias a su incontrolable imaginación, estaba en la acera de enfrente.
Después de tres noches seguidas, ya me estaba acostumbrando a su vespertina rutina de las 10. Esa noche descubrí un hombre de unos 60 años que, con una ligera sonrisa, la miraba sin pestañear, como si la vigilase. Al final del “discurso” de la loca, él se acercó con mucha delicadeza, y con gestos tiernos la llevó a un carro y se fueron juntos, conduciendo él con su ligera sonrisa.
La escena se repitió por cuatro noches más.
La demente llevaba una semana desahogándose en su acera, gracias a su solícito “marido” (porque ¿quién más podría ser?) que, religiosamente, la llevaba a la calle, la cuidaba con su mirada, y la volvía a su casa.
En medio de ese pertinaz drama de locura, me parecía abnegable y hasta noble, la actitud del esposo; así que me coloqué a su lado para mirarla y, faltando a la prudencia, le pregunté: «Usted la ama mucho, ¿cierto?». El hombre dejó su ligera sonrisa, desvió su mirada desde ella hacia mí, adquirió un aire airado y empezó a lanzarme palabras insolentes e impublicables que herían mi oído. Ella dejó de gritar, desvió su mirada del “invisible” de enfrente hacia su marido, y dibujó una ligera sonrisa.
Cuando el hombre terminó su “discurso” contra mí, ella se acercó con mucha delicadeza, y con gestos tiernos lo llevó a un carro y se fueron juntos, conduciendo ella con su ligera sonrisa, mientras decía: «Sigamos felices en casa. Antes de que nos contagien, vámonos de este manicomio.»
Después de tres noches seguidas, ya me estaba acostumbrando a su vespertina rutina de las 10. Esa noche descubrí un hombre de unos 60 años que, con una ligera sonrisa, la miraba sin pestañear, como si la vigilase. Al final del “discurso” de la loca, él se acercó con mucha delicadeza, y con gestos tiernos la llevó a un carro y se fueron juntos, conduciendo él con su ligera sonrisa.
La escena se repitió por cuatro noches más.
La demente llevaba una semana desahogándose en su acera, gracias a su solícito “marido” (porque ¿quién más podría ser?) que, religiosamente, la llevaba a la calle, la cuidaba con su mirada, y la volvía a su casa.
En medio de ese pertinaz drama de locura, me parecía abnegable y hasta noble, la actitud del esposo; así que me coloqué a su lado para mirarla y, faltando a la prudencia, le pregunté: «Usted la ama mucho, ¿cierto?». El hombre dejó su ligera sonrisa, desvió su mirada desde ella hacia mí, adquirió un aire airado y empezó a lanzarme palabras insolentes e impublicables que herían mi oído. Ella dejó de gritar, desvió su mirada del “invisible” de enfrente hacia su marido, y dibujó una ligera sonrisa.
Cuando el hombre terminó su “discurso” contra mí, ella se acercó con mucha delicadeza, y con gestos tiernos lo llevó a un carro y se fueron juntos, conduciendo ella con su ligera sonrisa, mientras decía: «Sigamos felices en casa. Antes de que nos contagien, vámonos de este manicomio.»
Título del próximo cuento: OBJETO DE ADMIRACIÓN
Se posteará: domingo 3 de mayo