Inicio el décimo mes de supervivencia en esta isla. Mis dedos ya escriben solos, sin requerir órdenes de controles superiores. Perdí la cuenta de los papelitos escritos, mensajes que he ido depositando en las tripas de botellas confidentes. Sigo arrojándolas para que las solitarias olas las transporten lejos, hacia la vista de alguna persona orillada. La distancia que alcanzan mis lanzamientos es cada vez más corta... ¿debido a la escasez de mis fuerzas internas? La ausencia de respuesta provoca refugiarme en animales exóticos de cuatro, seis, ocho y hasta cien patas, que se reproducen con descaro. Mi barriga, mi encierro y mi cerco aumentan a tal punto que temo ir más allá: estoy sitiado por vidrios rotos. Con todo, no he dejado de descorchar garrafas de vino, y continuo destapando botellas de cerveza en el Midtown de Manhattan.
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